De mi paso por la London School of Economics no tengo muchos recuerdos. Fue una época triste y miserable, que tenía esa miseria de invierno que sólo Londres puede hacerte sentir: la aturdidora discreción inglesa, la grisura asfixiante que te hunde bajo el abrigo y te hace esquivar el mundo mientras finges leer el London Lite en el metro.
Sin embargo, hay una imagen que no se borra: un cartel más bien mediano, pegado a lo largo de los pasillos de toda la escuela, muestra a un hombre en un traje caro, anteojos oscuros y una pistola que apunta a la cabeza del espectador y debajo una leyenda: "Join the Russian Oligarchs Society".
El cartel apareció junto a otros, a comienzos del año escolar, cuando una maraña de pósters de colores tapizaban la escuela, anunciando las distintas sociedades de alumnos a las que los estudiantes podían afiliarse. Los pósters eran todos parecidos y en su mayoría emanaban el mismo tufillo empresarial que impregna a toda la universidad. Más que un ejercicio de vida estudiantil, los carteles eran un llamado al networking, un ensayo de la vida corporativa en la que se sumergería la mayoría de los estudiantes al terminar los estudios, al menos hasta que les llegara el primer infarto o los alcanzara el apocalipsis en forma de crash bursátil.
Los carteles convocaban a extender las redes del poder y del dinero, a hacer de la universidad un espacio para ensayar un aspecto de la construcción del capitalismo (el otro ámbito donde surge el capital, el de la fábrica, era apenas un eco lejano proveniente de atrás de la muralla china o de algún desértico lugar de América Latina o del África. En las casas del capital tardío, los obreros son sólo sombras que salen en la madrugada a limpiar pisos en algún rascacielos)
Así, la vida estudiantil se transformaba en promoción publicitaria que a medida que pasaban los días, iba perdiendo su novedad y hacía que las paredes adquirieran una monotonía similar a la de los estantes de un supermercado.
He olvidado ya todos los otros carteles pero el de los oligarcas rusos sigue resonando en mi memoria como el eco de un trueno. La marca que lo distinguía era su cinismo casi honesto. Ahí no existían las fantasías del fair trade, ni las resonancias patéticas de los rockeros del primer mundo y sus llamados (a los ricos) a terminar con la pobreza. El cartel ruso no hablaba de microcréditos como salvación para los hambrientos, ni se molestaba en convocar a fortalecer la democracia y el libre mercado (único e inmutable) como medio para la prosperidad común. Lo que hablaba ahí era el capitalismo en su estado más puro: el ejercicio de la fuerza bruta, la desigualdad sin rubor, la convocatoria cruel a no estar enfrente sino detrás del que sostiene la pistola.
Siempre me he preguntado qué habría pasado si en lugar de un oligarca ruso blandiendo una pistola apareciera un hombre barbado con turbante. Quizás alguien habría visto el cartel con algo más que indiferencia, tal vez el Evening Standard habría mencionado el incidente con su habitual y calculada histeria. Pero no era así. Todos pasaron frente al cartel sin mirarlo siquiera, yo apenas me detuve y seguí de largo hacia el metro. Me hundí en mi abrigo negro, me senté en el vagón y fingí leer el London Lite para no ver a nadie.
Sin embargo, hay una imagen que no se borra: un cartel más bien mediano, pegado a lo largo de los pasillos de toda la escuela, muestra a un hombre en un traje caro, anteojos oscuros y una pistola que apunta a la cabeza del espectador y debajo una leyenda: "Join the Russian Oligarchs Society".
El cartel apareció junto a otros, a comienzos del año escolar, cuando una maraña de pósters de colores tapizaban la escuela, anunciando las distintas sociedades de alumnos a las que los estudiantes podían afiliarse. Los pósters eran todos parecidos y en su mayoría emanaban el mismo tufillo empresarial que impregna a toda la universidad. Más que un ejercicio de vida estudiantil, los carteles eran un llamado al networking, un ensayo de la vida corporativa en la que se sumergería la mayoría de los estudiantes al terminar los estudios, al menos hasta que les llegara el primer infarto o los alcanzara el apocalipsis en forma de crash bursátil.
Los carteles convocaban a extender las redes del poder y del dinero, a hacer de la universidad un espacio para ensayar un aspecto de la construcción del capitalismo (el otro ámbito donde surge el capital, el de la fábrica, era apenas un eco lejano proveniente de atrás de la muralla china o de algún desértico lugar de América Latina o del África. En las casas del capital tardío, los obreros son sólo sombras que salen en la madrugada a limpiar pisos en algún rascacielos)
Así, la vida estudiantil se transformaba en promoción publicitaria que a medida que pasaban los días, iba perdiendo su novedad y hacía que las paredes adquirieran una monotonía similar a la de los estantes de un supermercado.
He olvidado ya todos los otros carteles pero el de los oligarcas rusos sigue resonando en mi memoria como el eco de un trueno. La marca que lo distinguía era su cinismo casi honesto. Ahí no existían las fantasías del fair trade, ni las resonancias patéticas de los rockeros del primer mundo y sus llamados (a los ricos) a terminar con la pobreza. El cartel ruso no hablaba de microcréditos como salvación para los hambrientos, ni se molestaba en convocar a fortalecer la democracia y el libre mercado (único e inmutable) como medio para la prosperidad común. Lo que hablaba ahí era el capitalismo en su estado más puro: el ejercicio de la fuerza bruta, la desigualdad sin rubor, la convocatoria cruel a no estar enfrente sino detrás del que sostiene la pistola.
Siempre me he preguntado qué habría pasado si en lugar de un oligarca ruso blandiendo una pistola apareciera un hombre barbado con turbante. Quizás alguien habría visto el cartel con algo más que indiferencia, tal vez el Evening Standard habría mencionado el incidente con su habitual y calculada histeria. Pero no era así. Todos pasaron frente al cartel sin mirarlo siquiera, yo apenas me detuve y seguí de largo hacia el metro. Me hundí en mi abrigo negro, me senté en el vagón y fingí leer el London Lite para no ver a nadie.
5 comentarios:
Gran trabajo. Disfruté mucho la lectura y la reflexión.
Tengo la impresión de que nos acosa el mismo fantasma del hastío. Yo pronto pretendo retarlo a duelo.
Un abrazo.
Suerte. Y si vences al muy cabron, dime como lo hiciste.
Abrazos
En la mesa está colocada la franqueza al lado de la mentira. Parecen el mismo objeto, pero no lo son. Una voz me pide elegir entre las dos: yo, tal vez borracho, pregunto donde está el baño.
Excelente texto, HomoMeteoro. Mis reverencias a tu crítica inteligencia en estado crítico.
Esa oligarquía rusa es Londres debe ser una verdadera mafia,no? Buenas observaciones. Por cierto, disculpa mi ignorancia ¿qué es el London Lite?
Javo: el London Lite es un periódico que no sirve ni para limpiarse el culo. Si lo haces, te sale un hemorroide con la cara de Amy Winehouse
Abrazos a todos
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