martes, 2 de septiembre de 2008
Algo sobre el Mayor G.
Una tarde de verano en Londres, mi amigo el Mayor Gopal me invitó a comer a su cuarto. Vivía como muchos estudiantes en una habitación minúscula que compartía con su mujer que lo ayudaba en todas sus tareas pues el Mayor Gopal era ciego.
Yo lo había visto desde el primer día de clases, recuerdo que lo primero que pensé fue: ¿qué le pasa a este tipo qué no se saca nunca los lentes oscuros en clase? Me caían mal sus anteojos y sus grandes anillos con piedras brillantes que me recordaban a los que los diputados provinciales utilizan en mi país.
Tiempo después, en un pequeño seminario que tomaba en un salón que seguro había sido una bodega de los conserjes, me tocó sentarme al lado del Mayor Gopal. Tardé un rato en darme cuenta que no veía más que bultos y sombras y que su cara estaba marcada por unas cicatrices hondas que corrían desde la mejilla y bajaban por el cuello hasta perderse dentro de la camisa. Con todo y su ceguera, el Mayor Gopal se las arreglaba bastante bien, caminaba sin bastón -aunque casi siempre agarrado del brazo de su esposa- y tomaba notas en un cuaderno absurdamente largo en el que la frases zigzagueaban y terminaban por amontonarse en un desorden monumental.
Durante el seminario, el Mayor Gopal había sido el único tipo que había dicho algo en contra de las ortodoxias económicas que nos enseñaban, lo hacía con precisión y firmeza y una buena dosis de ironía que había dejado callados a nuestros compañeros, aspirantes todos a un puesto en el FMI. Ese día nos hicimos amigos.
Pasamos casi todo el año juntos, yo lo invitaba a mi casa y él me invitaba a comer unos antológicos currys a la suya. Después de la comida me animé a preguntarle cómo había perdido la vista. Gopal me contó con su habitual tranquilidad que venía de una familia numerosísima y pobre de Bengala y se había convertido en soldado para asegurarse una educación y un plato de comida.
Tras años de servicio, había ascendido en la jerarquía a fuerza de prestar servicios en las zonas más candentes de la India: la frontera con China, en Bután y finalmente en Kashmir, donde hay una guerra abierta entre el gobierno indio y el separatismo islámico. Gopal había sido miembro de las fuerzas especiales -lo que constituía un dolor de cabeza en Inglaterra, pues constantemente tenía que tramitar permisos de estadía con el gobierno británico- y estaba encargado de operaciones contrainsurgentes en la frontera con Pakistán, hasta el día que pisó una mina que casi le arrancó un brazo y la mitad de la cara. Tras largos años de quirófano y rehabilitación, había sido dado de baja del ejército, se convirtió en contador y luego obtuvo una beca para estudiar en Inglaterra. Gopal me tenía fascinado. No sólo contaba historias fantásticas que hablaban de lugares extrañísimos sino que además era alguien que contradecía todos mis estereotipos sobre la India. Mi primer amigo indio estaba en las antípodas de Gandhi: era un guerrero, un tipo para el que el combate no era una idea abstracta sacada de algún libro ni una colección de imágenes televisivas, sino una realidad concreta de la que su ceguera era una evidencia irrefutable y permanente.
Yo que crecí entre ex-guerrilleros y militantes duros de las guerras de América Latina que no contaban demasiado sobre su pasado, estaba maravillado ante el mayor Gopal que hablaba en forma simple y brutal sobre la guerra (tal vez la única forma de hacerlo. Todo lo demás son discursos que se lleva el viento).
La tarde en cuestión Gopal me contó de su renovada admiración por Gandhi: Antes de venir aquí - me dijo- pensaba que Gandhi no era tan importante. Había conseguido la independencia de la India, sí. Pero yo pensaba que para 1947 los británicos ya estaban en declive y preferían regresar a su isla. Pero ahora he cambiado de opinión. La violencia, mi querido Emiliano, es una de las cosas más concretas que existe. Es como una verdad y frente a eso la idea de la no-violencia parece una abstracción, una cosa ligera, sin realidad (something light, without fabric) ¿Te das cuenta de lo inteligente que hay que ser para liberar a un país sin matar a nadie? Gandhi era muy grande.
Yo sólo me quedé pensando, mientras comía un curry con los dedos. Lo primero que pensé fue en el Che y en que probablemente no reconocía otra realidad que la violencia. Esa era su materialidad, la prueba empírica e irrefutable de la existencia. La guerra como la única forma de la verdad. Pensé también en la enorme capacidad de seducción que la agitación y el conflicto tienen para los escépticos, para lo que ya no creen en nada y piensan que el mundo es un lugar terrible donde sólo hay sufrimiento. Pensé que éso es una forma fastidiosa de catolicismo sin Dios, una forma de nihilismo burgués. Y coincidí con el Mayor Gopal en que Gandhi era muy grande.
Foto: Estatua de Gandhi en Tavistock Square, Londres. Justo en la esquina de la plaza, uno de los atacantes suicidas hizo estallar un autobús en julio de 2005.
3 comentarios:
Gracias por regalarnos un buen anécdota, Cabo Zolla.
Y vaya reflexión: La violencia como algo muy concreto, la paz como puro aire.
Utilizar el aire para derrotar al enemigo merece mucho más que una estatua londinense o su nombre en una cadena de librerías mexicanas.
Patito: Si el enemigo es el fuego el aire puede ser un feroz combustible. Otra vez es cuestión de enfoque.
Abrazo.
Franito:
Entonces propongo que hagamos un campeonato de piedra/papel/tijera--
O aire/piedra/fuego/agua, o algo por el estilo..
Otro abrazo.
Publicar un comentario